Desde su llegada al poder en agosto de 2020, el presidente Luis Abinader ha puesto un fuerte énfasis en la transparencia, la ética y la lucha contra la corrupción. No obstante, uno de los programas que ha generado más controversia es el uso de la pensión solidaria, que, bajo el discurso oficial de justicia social, ha sido criticado por ser una fachada para mantener el clientelismo político y ocultar «botellas» dentro de la administración pública. Al analizar la cantidad de pensiones otorgadas, el crecimiento de las mismas y el uso político que se les ha dado, resulta evidente que el gobierno ha utilizado este programa como una herramienta más de supervivencia política, alejándose de los principios de ética y transparencia que proclama.
La pensión solidaria es un beneficio económico otorgado a personas en situación de vulnerabilidad, principalmente a ancianos sin acceso a pensiones formales, con el fin de brindarles un sustento básico para su subsistencia. Su objetivo original es loable: mitigar la pobreza extrema entre la población de mayor edad y asegurar que quienes no cuentan con los medios económicos necesarios puedan tener una vida digna.
Sin embargo, el problema surge cuando la política detrás de su implementación y expansión comienza a desvirtuar su propósito. Desde el 2020, las pensiones solidarias han experimentado un crecimiento desproporcionado, levantando sospechas sobre su verdadero uso y efectividad.
Al asumir la presidencia en agosto de 2020, Abinader heredó una estructura de pensiones compuesta por más de 60,000 beneficiarios de pensiones solidarias, con un gasto anual aproximado de RD$7,500 millones. Este número había crecido de forma sostenida durante los gobiernos anteriores, pero la tendencia se disparó en los primeros dos años de la actual administración.
De acuerdo con datos proporcionados por el Ministerio de Hacienda y el Consejo Nacional de Seguridad Social, para finales de 2021 las pensiones solidarias aumentaron a 80,000, lo que representó un aumento del 33% en solo un año, con un gasto anual cercano a los RD$10,000 millones. Para 2022, este número superó los 95,000 pensionados, y el monto destinado a estas pensiones ascendió a RD$12,500 millones. Ya en 2023, se estima que el número de beneficiarios ha alcanzado los 110,000, y el costo total del programa ha superado los RD$15,000 millones.
Este crecimiento exponencial, del 83% en el número de pensionados en solo tres años, ha levantado serias interrogantes sobre los criterios utilizados para otorgar estas pensiones y el verdadero impacto en la población más necesitada. A simple vista, parece que el gobierno ha utilizado la figura de la pensión solidaria no solo para ayudar a los más vulnerables, sino también como una herramienta política para ganar apoyo y mantener una red de clientelismo.
En teoría, las pensiones solidarias deberían estar destinadas a personas que cumplan ciertos criterios de vulnerabilidad, como ser mayores de 60 años, carecer de ingresos o no recibir ningún tipo de pensión formal. Sin embargo, diversas denuncias apuntan a que, bajo el gobierno de Abinader, estas pensiones se han otorgado de manera discrecional, favoreciendo a individuos cercanos al partido oficialista o a quienes han demostrado lealtad política, sin importar si cumplen con los requisitos de vulnerabilidad.
Organizaciones de la sociedad civil y algunos medios han señalado que una proporción significativa de las pensiones otorgadas no va a parar a manos de quienes más lo necesitan, sino que son utilizadas para sostener «botellas» en el Estado. Esto se refleja en la falta de transparencia en el proceso de selección y en la opacidad con la que se manejan las listas de beneficiarios.
Uno de los pilares del gobierno de Luis Abinader ha sido su insistencia en la ética y la transparencia. En múltiples discursos, el presidente ha reiterado su compromiso con la lucha contra la corrupción y el manejo responsable de los recursos del Estado. Sin embargo, cuando se analizan los datos sobre el crecimiento desmesurado de las pensiones solidarias y el aparente uso discrecional de las mismas, surgen contradicciones entre el discurso y la práctica.
El gobierno ha defendido el aumento en las pensiones solidarias como una muestra de su compromiso con los más necesitados. El ministro de la Presidencia, Joel Santos, ha declarado en varias ocasiones que estas pensiones representan un avance en la política social del país y que forman parte de una estrategia para erradicar la pobreza extrema. Sin embargo, esta narrativa choca con las críticas sobre la falta de rigor en el proceso de asignación y la percepción de que muchas de estas pensiones están siendo otorgadas bajo criterios políticos.
A medida que la cifra de pensionados sigue creciendo, también lo hace la desconfianza ciudadana hacia este programa. Muchos ciudadanos ven en la pensión solidaria un mecanismo para perpetuar el clientelismo, disfrazado bajo un manto de «justicia social». Esto ha generado un creciente malestar en sectores que esperaban que la llegada de Abinader al poder significara un cambio profundo en la cultura política del país, pero que ahora se sienten defraudados ante la continuidad de prácticas clientelistas.
Además, en un contexto de creciente endeudamiento y de presiones fiscales, el aumento en el gasto destinado a las pensiones solidarias plantea serias dudas sobre la sostenibilidad de este programa en el mediano plazo. El hecho de que el gobierno esté destinando cada vez más recursos a estas pensiones sin un aparente criterio de sostenibilidad financiera o de eficiencia social es motivo de preocupación.
El uso de la pensión solidaria por parte del gobierno de Luis Abinader ha sido un tema controversial. Aunque el propósito original de estas pensiones es ayudar a los más vulnerables, la realidad es que su expansión ha sido utilizada como una herramienta política para mantener el apoyo y repartir favores. Los datos muestran un aumento desproporcionado en la cantidad de pensionados y el monto destinado a este programa, lo que contrasta con el discurso oficial de ética y transparencia.
El crecimiento de las pensiones solidarias bajo el gobierno de Abinader plantea serias interrogantes sobre la verdadera intención detrás de su implementación y sobre el uso de los recursos públicos. Mientras el gobierno sigue defendiendo el programa como un pilar de su política social, la percepción de la ciudadanía es cada vez más crítica, alimentada por las sospechas de que estas pensiones son utilizadas más con fines políticos que sociales.
Si el gobierno realmente desea luchar contra la corrupción y garantizar una política social justa, es imperativo que revise los criterios para la asignación de las pensiones solidarias, garantizando que lleguen a quienes realmente las necesitan y no a quienes sirven a intereses políticos. Solo entonces podrá cumplir con su promesa de transparencia y ética en la administración pública.