Durante sus primeros cuatro años de mandato, Luis Abinader navegó en aguas tranquilas, protegido por la inercia de una sociedad adormecida y una oposición fragmentada. Su administración, plagada de promesas de cambio y renovación, sedujo a un electorado cansado de la corrupción y el desgaste de los gobiernos anteriores. Sin embargo, detrás de ese aparente reformismo, se oculta un patrón de mentiras, maniobras políticas gatopardistas, y promesas incumplidas que ahora están comenzando a hacer mella en la confianza del pueblo.
Hoy, a menos de un año de su segundo mandato, la administración de Abinader parece agotada. Lo que antes era un gobierno que operaba sin mayores contratiempos, se ha transformado en un régimen caracterizado por el descontento popular y un creciente desaliento entre la ciudadanía, que se siente defraudada por un presidente que prometió mucho, pero ha cumplido muy poco. El Luis Abinader que alguna vez prometió ser el agente del cambio, se ha revelado como un político más, que usa la malicia para imponer su agenda, mientras se excusa en las culpas de gobiernos anteriores y se vale de promesas vacías.
Una de las estrategias más características de Abinader ha sido el gatopardismo, esa táctica política que busca aparentar un cambio profundo para mantener el statu quo. Desde el inicio de su gobierno, Abinader se presentó como un presidente dispuesto a transformar la República Dominicana y romper con las prácticas corruptas y clientelistas del pasado. Sin embargo, cuatro años después, es evidente que sus decisiones no han sido más que simples gestos cosméticos.
Por ejemplo, Abinader prometió una “transformación” en la lucha contra la corrupción. A pesar de los primeros arrestos de figuras de administraciones anteriores, lo que hemos visto ha sido un patrón de selectividad, donde los principales implicados de su propio gobierno han sido ignorados o protegidos. En lugar de una verdadera limpieza, su administración ha perpetuado las mismas prácticas que tanto criticaba.
Al asumir el poder, también hizo promesas de reformar el aparato estatal, hacer más eficiente la gestión pública, y reducir el gasto innecesario. Sin embargo, las nóminas del Estado han sido aumentadas en más de 130 mil millones de pesos, y no hay señales claras de una reducción significativa en la burocracia, sino todo lo contrario. El gatopardismo de Abinader ha sido evidente en todos estos aspectos: promete cambiar, pero en realidad perpetúa lo mismo.
Si hay algo que ha definido el gobierno de Luis Abinader, es la mentira como herramienta política. A lo largo de su mandato, ha repetido una y otra vez que no haría ciertas cosas, solo para terminar haciéndolas, o ha prometido grandes logros que jamás se concretaron. La reforma constitucional, por ejemplo, es un caso emblemático. Durante su campaña y sus primeros años de gobierno, Abinader prometió que no tocaría la Constitución para cuestiones que no fueran estrictamente necesarias, y aseguró que no modificaría la Carta Magna en beneficio propio. Sin embargo, poco después de ganar la reelección, anunció sus intenciones de reformar la Constitución, enarbolando razones que no convencieron a la mayoría lo que generó sospechas de que podría haber intenciones ocultas.
Otro claro ejemplo de sus mentiras es la gestión de la deuda pública. Abinader llegó al poder denunciando el alto endeudamiento dejado por los gobiernos anteriores, prometiendo una mayor austeridad y control del gasto. Sin embargo, su gobierno ha llevado al país a una alocada carrera de endeudamiento, y el destino de esos recursos sigue siendo un misterio. A pesar de prometer que estos préstamos serían utilizados en proyectos concretos, la realidad es que, hasta el momento, no ha inaugurado una sola obra de relevancia. La población se pregunta en qué se ha utilizado el dinero, mientras los problemas estructurales del país siguen sin resolverse.
Otro compromiso incumplido fue su promesa de no aumentar impuestos. Antes de las elecciones de 2020, Abinader aseguró que no impulsaría una reforma tributaria que afectara a la clase media y los sectores más vulnerables. Sin embargo, a principios de este año, su gobierno presentó una propuesta de reforma que grava casi todos los productos y servicios esenciales, provocando una ola de indignación. Esta traición a sus promesas ha desatado protestas y ha despertado a una sociedad que, hasta ese momento, había permanecido mayormente en silencio.
Cuando las cosas no van bien, Abinader siempre encuentra una forma de echarle la culpa a sus predecesores. Durante su primer mandato, utilizó constantemente esta táctica para justificar la falta de resultados en áreas clave, como la economía, la salud pública, y la seguridad ciudadana. En cada discurso, recordaba al pueblo los errores de las administraciones pasadas, como si su gobierno no tuviera la responsabilidad de corregirlos.
Este discurso ha envejecido mal. La sociedad, que en un principio le daba el beneficio de la duda, ha comenzado a exigirle resultados concretos y soluciones a los problemas actuales, que ya no pueden ser atribuidos a gobiernos anteriores. La excusa del pasado ya no convence a un pueblo que está cada vez más desencantado con su liderazgo.
Mientras que en su primer cuatrienio Abinader navegó con cierta libertad, el inicio de su segundo mandato ha sido radicalmente distinto. Las expectativas de cambio han sido sustituidas por el desencanto, y el gobierno que antes parecía joven y dinámico, ahora se siente viejo y desgastado. En lugar de ser percibido como un presidente de renovación, Abinader ha comenzado a ser visto como parte del mismo problema que él prometió resolver.
El descontento popular es cada vez más evidente. Las protestas en contra de la reforma tributaria han sido solo la punta del iceberg. La crisis haitiana, que ha tensionado las relaciones bilaterales y ha generado preocupación por la seguridad en la frontera, también ha agudizado el malestar social. La población empieza a percibir que Abinader no tiene un plan claro para afrontar los problemas más urgentes del país y, en cambio, se dedica a improvisar, utilizando su retórica para calmar las aguas mientras busca tiempo para encontrar una salida.
Después de cuatro años de relativa calma, el pueblo dominicano ha comenzado a despertar de su letargo. La clase media, en particular, ha sido la más afectada por las políticas económicas de Abinader, y ha comenzado a movilizarse en contra de lo que percibe como una traición a sus intereses. Las protestas no solo reflejan el malestar por la reforma tributaria, sino también el descontento generalizado con un gobierno que ha demostrado ser incapaz de cumplir con las expectativas generadas.
Lo que parecía ser una administración sólida y con futuro, ahora se enfrenta a un creciente desencanto que podría amenazar su estabilidad política. Luis Abinader ha pasado de ser un presidente que operaba sin oposición visible, a uno que debe lidiar con una ciudadanía que ha comenzado a exigirle cuentas. El tiempo de las mentiras y las excusas está llegando a su fin, y el presidente deberá decidir si seguirá engañando al pueblo o si finalmente cumplirá con las promesas que hizo al llegar al poder.
Lo cierto es que la administración de Abinader ya no cuenta con el margen de maniobra que tuvo en su primer mandato. Las aguas se han agitado, y el presidente parece haber perdido el control del timón.