Por Pedro Cruz Pérez.
En países que buscan superar el subdesarrollo, como República Dominicana, existe una tensión recurrente entre la ejecución de grandes obras públicas y el manejo responsable de los recursos. Por un lado, la infraestructura estratégica se presenta como un motor de progreso; por otro, los costos elevados y la opacidad en su gestión pueden convertirse en semillas de crisis económica y desconfianza ciudadana. Este dilema exige una reflexión que trascienda la polarización y abogue por un equilibrio entre visión de futuro y responsabilidad fiscal.
Por mi parte, nunca seré un crítico ciego a las grandes obras de nuestro país por el puro hecho de la conveniencia política de oposición, al final estos proyectos terminan siendo reconocidos como necesario para el desarrollo a muy corto plazo y nuestras criticas quedan como ridiculeces politiqueras que evidencian una miopía y falta de visión.
La historia reciente del país ofrece ejemplos valiosos. Las administraciones de Joaquín Balaguer y Leonel Fernández enfrentaron cuestionamientos por proyectos considerados entonces como «Atemporales e innecesarios». Sin embargo, obras como la 27 de Febrero, los túneles de Santo Domingo o el Metro de la capital demostraron, con los años, su papel clave en la movilidad urbana y el desarrollo económico. Estos casos enseñan que juzgar las inversiones estratégicas solo desde el cortoplacismo es un error.
El verdadero desafío radica en asegurar que los proyectos por necesarios que sean, no se conviertan en vehículos de corrupción o desestabilización macroeconómica.
El gobierno de Luis Abinader impulsa dos obras emblemáticas: el Teleférico y el Monorriel de Santiago. Este último, en particular, se erige como símbolo de una gestión que busca modernizar la infraestructura de la ciudad y el país, pero surgen interrogantes legítimas: ¿cómo conciliar estas megas obras con un endeudamiento público que, según comparaciones históricas, alcanza niveles récord? La ciudadanía, hoy más informada gracias a las herramientas digitales, cuestiona las discrepancias entre los costos declarados y los resultados tangibles.
Plataformas de datos abiertos, redes sociales y aplicaciones permiten a cualquier ciudadano contrastar cifras oficiales con el avance físico de las obras. Esta transparencia forzada es un avance democrático, pero también expone un riesgo: si las instituciones no garantizan claridad voluntaria, la desconfianza se alimenta a la velocidad de un clic.
El verdadero enemigo no son las obras en sí, sino la corrupción que infla sus costos y la miopía que sacrifica la estabilidad macroeconómica. Cada dólar desviado a bolsillos privados no solo es un robo al erario: es menos inversión en hospitales, escuelas o programas contra la pobreza. Del mismo modo, un endeudamiento descontrolado pone en jaque la capacidad del Estado para responder a crisis futuras, como demostró la pandemia.
La solución no está en paralizar las inversiones, sino en blindarlas con mecanismos de rendición de cuentas. Propuestas como las alianzas público-privadas con cláusulas anticorrupción, la publicación en tiempo real de presupuestos detallados, o la creación de comisiones técnicas independientes para auditar proyectos, podrían marcar la diferencia.
Además, es urgente un diálogo nacional sobre prioridades, para determinar qué porcentaje del PIB es sostenible destinar a infraestructura sin comprometer otros sectores vitales.
Apreciar las obras que impulsan el desarrollo no significa aplaudir sin crítica. Al contrario, exige vigilancia activa. República Dominicana necesita puentes, metros y sistemas de transporte modernos, pero igualmente requiere un pacto ético que asegure que cada peso invertido genere beneficio colectivo, no deuda injustificada o enriquecimiento ilícito. Solo así las obras serán, verdaderos monumentos al progreso y no a la opacidad. Cuidemos la transparencia para que la corrupción no secuestre nuestra democracia. El futuro se construye con cemento y acero, pero también con educación, alimentación, salud, integridad y números claros.