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Sin una gota de despecho…

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Periodista Leonardo Cabrera
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Por Leonardo Cabrera Díaz

​Desolado por el despecho,
por el desdén de la mujer amada,
caminaba sin rumbo fijo.
Y sin saber cómo o por qué,
sin quererlo ni proponérmelo, llegué a aquel viejo bar
con olor a descuido, con rasgos y huellas de antaño.
En donde, además de tragos,
se expenden sonrisas, buen trato y placeres.
Me dirigí a la cantina mientras
observaba a una hermosa mujer de cara tierna, como de doncella,
bebiendo cerveza a pico de botella.
​Mientras movía insinuante sus piernas, dejando entrever con elegancia y plena conciencia
que nada cubría lo que se guardaba entre ellas.
Sus ojos lujuriosos y ardientes buscaron los míos.
Mordía sus labios carnosos con picardía, con premeditación y alevosía.
¡Me quería comer!
​Su semblante delataba que hacía mucho que nadie le hacía tocar las estrellas con sus manos,
que no la hacían aullar como loba en noches de luna llena,
que de amor y cariño su cuerpo estaba ansioso, estaba en falta.
​Ella estaba para mí;
la pelota estaba en mi cancha.
Que no habría donqueos,
que podía hacer un tiro de tres.
​Y la tomé de un brazo
y me llevó a su cuarto.
Y le arranqué su ropa y ella la mía.
Yo en deseos y ella también.
Yo en fuga y ella también.
Yo en despecho y ella también.
​Éramos la tormenta perfecta,
un huracán de fuerza mayor,
con vientos y ráfagas de amor y locuras.
​Nos estrujamos como se restriega y apalea la ropa en el río,
como se pilonea el café.
Ella con su pilón y yo con el mío.
​Sus gemidos y sus gritos, y los míos,
iban en sintonía con los chillidos y ruidos de la vieja cama.
Decía querer más y más, y yo le di todo.
No dejé en mí ni una sola gota de despecho, ni en el de ella tampoco.
​Y caímos al piso desnudos,
mirando el techo.
​Pero la cama se siguió moviendo sola, chillaba fuerte como si aún estuviéramos encima.
También estaba emocionada
porque hacía tiempo que sobre ella no se hacía nada.
​Y allí quedamos tendidos los tres, sin una gota de despecho.
​Con Dios siempre. A sus pies.