La toma de posesión de un nuevo primer ministro en Haití, a solo meses de mandato del destituido Garry Conille, reafirma a esa empobrecida nación como un Estado definitivamente fallido, ciertamente peligroso para la sobrevivencia de esta parte de la isla. Haití es como una hirviente olla, siempre en ebullición, propensa por excelencia al desorden en todas sus expresiones, entregada a mantener su rostro que le identifica como zona de terrorismo y hambre, refugio de espantosa miseria y escenario deprimente donde cobran mayor privilegio las desigualdades humanas y sociales. ¡Pero nada es fortuito! La juramentación del empresario Alix Didier Fils-Aimé, resultado de las fuertes contradicciones y pugnas políticas en el seno del llamado Gobierno de transición, es el resultado del poco empeño local por una apuesta seria al establecimiento de un sistema que garantice estabilidad, orden, convivencia, desarrollo económico, servicios y alimentación dignas a su gente, entre otros derechos inculcados. Tambien la consecuencia de la voracidad verificada en la mafia que controla su destino. Nada de lo que ocurre debe extrañar, no, porque Haití es presa de una claque política, empresarial y militar que lo maneja como botín y a quienes no les mueve otra cosa que no sean sus propios intereses. ¿Cómo es posible que esa mafia dominante privilegie sus propias ambiciones en vez de enfocarse en eliminar a las poderosas y beligerantes bandas armas? La respuesta pudiera estar en el hecho de que esos ínfimos grupos de poder que narigonean a Haití, son precisamente los promotores y sustentadores de dichas bandas. A esa realidad nos enfrentamos los dominicanos y de ahí la necesidad de mantener una postura fuerte e innegociable ante las presiones de legalizar lo que ya padecemos, una peligrosa invasión pacifica de nuestro territorio. Con eso no se debe flaquear.
