Por Ramón Morel
La Policía Nacional de la República Dominicana, institución designada para proteger y servir, se ha convertido para una parte significativa de la ciudadanía en una fuente de temor y zozobra. Lejos de generar la anhelada sensación de seguridad, su presencia en muchas comunidades despierta recelo, evidenciando una profunda crisis de legitimidad y una alarmante deriva hacia prácticas que emulan al crimen organizado.
El eje de esta crisis son las ejecuciones extrajudiciales, eufemísticamente registradas como «enfrentamientos». Organizaciones como la Procuraduría General de la República y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH-RD) han documentado durante años un patrón de muertes a manos de agentes donde las víctimas, often jóvenes de barrios marginados, aparecen con impactos a quemarropa o en la espalda, poniendo en duda la versión oficial de un «choque armado». Estos actos son la manifestación más extrema de la violencia estatal y una clara violación al derecho fundamental a la vida.
Más allá de las muertes, la violencia policial se ejerce mediante la extorsión y el «cobro de peaje». Las denominadas «redadas» frecuentemente sirven de fachada para el despojo. Ciudadanos reportan ser detenidos arbitrariamente para que, bajo la amenaza de un arresto o una plantación de evidencia (los conocidos «tumbes»), sean despojados de dinero, teléfonos y pertenencias. Este delito de cuello blanco, disfrazado de procedimiento policial, corroe la confianza pública y criminaliza la pobreza.
La confabulación con el crimen es otra herida abierta. Investigaciones periodísticas y judiciales han expuesto repetidas veces redes de agentes que, lejos de combatir el narcotráfico, participan directamente en el transporte y protección de alijos, o alertan a delincuentes sobre operativos a cambio de una tajada. Esta simbiosis perversa borra la línea entre el perseguidor y el perseguido, dejando a la población atrapada entre dos fuegos.
Cuando la institución que jura combatir el delito se convierte en su principal ejecutor en algunas áreas, la sociedad se sume en la desprotección. La Policía Nacional dominicana enfrenta una encrucijada histórica: profundizar una reforma integral, transparente y urgente que erradique estas prácticas cancerígenas, o seguir siendo percibida por muchos como una ganga uniformada que siembra el terror en lugar de la seguridad.