
La educación sigue en el centro del debate nacional y no es para menos. Desde 2013, la República Dominicana ha invertido una cantidad estratosférica de recursos en su sistema educativo, más de 1.17 billones de pesos, equivalentes a más de $48 mil millones de dólares, se han destinado al sector público administrado por el Ministerio de Educación (MINERD) tras la implementación del 4% del Producto Interno Bruto (PIB). Esta inversión, histórica e imprescindible para el desarrollo, debería ser el cimiento de una transformación educativa sin precedentes. Sin embargo, la cruda realidad, evidenciada por los indicadores de aprendizaje, nos obliga a interpelar: ¿quién, een sste teatro educativo, está engañando a quén?
La queja es ya recurrente por parte de las propias autoridades: la inyección financiera, aunque ha mejorado la infraestructura, los salarios docentes y la disponibilidad de libros de texto, no se refleja en mejoras significativas en los logros de aprendizaje de los estudiantes. De hecho, el país se sitúa consistentemente en la posición 14 de los países de Latino América en las mediciones internacionales, como las pruebas PISA. ¿Cómo se explica que la mayor proporción del gasto público en el país se traduzca en una gestión deficiente, al punto de que el propio MINERD ha sido ubicado entre los ministerios peor gestionados según indicadores como el SISMAP?.
Esta ineficacia no es solo administrativa; es un problema sistémico. Los déficits acumulados de inversión previos a 2013, sumados a una gestión inadecuada de los recursos actuales, perpetúan un ciclo donde la mejora es decreciente en relación con cada dólar adicional invertido. La infraestructura, que consume gran parte de la inversión, a menudo carece del equipamiento necesario o del personal capacitado para maximizar su impacto. Esto nos enfrenta a una verdad incómoda: la cantidad de dinero no es la única condición para la calidad; el cómo y en qué se invierte son aspectos crucialmente más relevantes.
La segunda y más hiriente incongruencia se manifiesta en los resultados de las Pruebas Nacionales y la promoción de los alumnos. Estas pruebas son un mecanismo diseñado para certificar el logro de aprendizaje al concluir un nivel educativo y para diagnosticar el desempeño del sistema. Sin embargo, se han convertido en un barómetro de la simulación que impera en los centros educativos.
Estudios revelan una brecha abismal entre la realidad del aula y la evaluación estandarizada, las calificaciones internas de los centros promedian entre 85 y 87 puntos, mientras que los promedios en las PN apenas alcanzan entre 56 y 58 puntos. Esta diferencia, de hasta 31 puntos, no es un error, sino la evidencia de una corrosión ética institucional.
La reglamentación vigente permite que la nota final para la promoción se pondere 70% por la nota de presentación de la escuela y 30% por el resultado de las PN. La mayoría de las escuelas, al aplicar un índice de rigurosidad notablemente bajo, utiliza la nota interna para compensar y burlar los propósitos reales de las pruebas. El resultado es un sistema que está promoviendo estudiantes sin las competencias mínimas requeridas.
Estos bajos logros son homogéneos dentro del sistema. El déficit de aprendizaje en escuelas públicas (que atienden a más del 80% de los niños) es tan severo que puede equivaler a un rezago de dos años completos en el nivel de dominio de matemáticas y comprensión de lectura, en comparación con estudiantes de escuelas privadas acreditadas.
Los factores subyacentes son claros: baja formación docente, pues muchos profesores carecen de las herramientas pedagógicas necesarias para el currículo basado en competencias, condiciones inadecuadas de los centros, gestión ineficiente y el contexto socioeconómico cultural deficiente del alumnado.
La educación dominicana se encuentra en una encrucijada moral y estratégica. La inacción ante estos datos contundentes no es sostenible. La solución no es eliminar las Pruebas Nacionales, como se ha debatido, bajo críticas que a menudo son superficiales. Las pruebas son el termómetro que diagnostica la enfermedad, no la causa. Urge reorientar el sistema de una cultura de cumplimiento a una cultura de evaluación rigurosa y resultados pedagógicos. El problema no es del estudiante, sino de un sistema estructuralmente defectuoso que no les provee las condiciones mínimas para aprender.
Para garantizar que la inversión se traduzca en progreso real y se acabe con la farsa de la promoción, se debe abogar por la despolitización del sistema y la creación de un organismo independiente que asuma las responsabilidades de evaluación y monitoreo del sistema con total transparencia, separando al MINERD de ser juez y parte. El futuro del desarrollo económico y social del país depende de que, finalmente, dejemos de engañarnos a nosotros mismos sobre la calidad de la educación que ofrecemos a la mayoría de nuestros ciudadanos. La inversión está ahí; la voluntad política para asegurar su eficiencia es el verdadero desafío.








