La democracia estadounidense, un sistema que históricamente se ha visto a sí mismo como un faro de estabilidad, revela hoy su extrema vulnerabilidad frente a la polarización política. El reciente cierre del gobierno federal, el más largo en la historia moderna del país con 40 días de duración, no fue un mero contratiempo administrativo, sino la manifestación brutal de un estancamiento legislativo donde las élites partidistas, inmersas en una lucha por el poder, tomaron al ciudadano de a pie como rehén.
Esta crisis se originó en un profundo desacuerdo sobre la aprobación del presupuesto federal para el año fiscal 2025. El punto de quiebre fue la contienda respecto a la extensión de los subsidios de seguro médico de la Ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio (ACA u Obamacare). Mientras los demócratas insistían en mantener estos apoyos, cruciales para millones de ciudadanos, el Partido Republicano, bajo la presidencia de Donald Trump, se mantuvo firme en su objetivo de recortar o limitar drásticamente los recursos destinados a estos programas, alegando un gasto público insostenible.
Este choque no es ideológico en el sentido clásico, sino existencial, un reflejo de la polarización perniciosa que ha transformado la política estadounidense en una dinámica de «Nosotros contra Ellos». En este ambiente, los partidos fallan en la norma de la tolerancia mutua, es decir, se niegan a cooperar y utilizan el alcance total de su poder para socavar al oponente, aun a expensas del funcionamiento democrático.
Las repercusiones de este pulso político se sintieron de manera inmediata y demoledora en la base trabajadora del país. La parálisis administrativa se tradujo en un daño económico tangible, y lo que es más grave, en una profunda crisis humanitaria. Se estima que novecientos mil trabajadores federales fueron suspendidos temporalmente, mientras que otros setecientos mil fueron obligados a trabajar sin percibir un salario inmediato. Esta situación llevó a muchos empleados federales, quienes viven al día, a recurrir a préstamos bancarios o a programas de asistencia, incluyendo bancos de alimentos, para cubrir sus necesidades básicas.
El Departamento de Agricultura (USDA) se vio forzado a ordenar a los estados suspender la entrega de fondos, afectando a aproximadamente 42 millones de personas, lo que equivale a uno de cada ocho ciudadanos. El cierre costó a la economía de EE. UU. cerca de $15 mil millones de dólares a la semana. Además, la reducción de personal en agencias críticas generó un caos en el transporte aéreo, con más de 3,000 vuelos cancelados y 10,000 retrasos en un solo día, lo que subraya la fragilidad logística que acompaña al estancamiento político.
El componente más incisivo y perturbador de esta crisis reside en la instrumentalización de la parálisis gubernamental para fines partidistas. El presidente Trump no ocultó su visión, calificando el cierre como una «oportunidad sin precedentes» para castigar a sus enemigos políticos. En un acto de flagrante desdén por la función pública, miles de trabajadores federales fueron despedidos durante el cierre, incluyendo personal de agencias vitales como los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC).
El acuerdo para poner fin al cierre, alcanzado tras la ruptura de la disciplina partidista demócrata en el Senado, permitió reabrir el gobierno y garantizar el pago retroactivo a los funcionarios, pero dejó fuera la gran exigencia demócrata de extender los subsidios de salud. La promesa de una votación futura sobre el tema es una garantía endeble en un Congreso controlado por los republicanos. El pulso entre el Partido Republicano, que a menudo prioriza políticas que no reflejan la opinión mayoritaria del país, y un Partido Demócrata que no logró mantener su unidad para asegurar las protecciones sociales, se saldó con un resultado inequívoco: el pueblo pagó el precio.
La nación está presenciando cómo el bienestar de sus ciudadanos se abandona cuando los líderes políticos eligen la división y la distracción como estrategias. Este ciclo vicioso de confrontación política, atizado por la polarización identitaria, requiere que los ciudadanos, especialmente el pueblo trabajador y afectado, exijan a sus representantes que restauren la función esencial de la democracia, gobernar de manera cooperativa y responsable.
Si la política se sigue percibiendo como un deporte tribal y de suma cero, donde la victoria del equipo propio justifica el sufrimiento del país, las consecuencias futuras serán catastróficas. Como el economista que advierte sobre la inflación, debemos señalar que el capital social y la confianza institucional en Estados Unidos se están agotando rápidamente, y la factura de esta irresponsabilidad recayó inevitablemente sobre los más vulnerables.









