Por Alejandro Espinal
Sin conocimientos científicos de biología y lingüística para hablar de los componentes de un cuerpo, quiero buscar la formación genética del ADN del silencio.
No podré acudir a la NASA porque no se encarga de cosas baladíes, y mucho menos al Pentágono. Esta gente no cree en cuentos y sus juegos son muy pesados.
Tampoco al Banco Mundial ni a las Naciones Unidas. Podría intentarlo con la OEA, pero es
más de lo mismo.
Pensando en algo más serio, fui a cuestionar a la FDA, y me dije: «Estos son muy curiosos y tardan mucho en resolver».
Fui a parar a la OMS. Ahí fue lo grande, porque saben de todo, pero no hacen nada.
Pura burocracia.
Transité por la Academia de la Lengua. Pregunté y todos se quedaron mudos.
Nadie con precisión pudo contestar mis preguntas consideradas:
¿Por qué el silencio es más elocuente que la palabra?
¿Por qué el que calla otorga?
¿Por qué a palabras necias, oídos sordos?
¿Por qué en boca tapada no entran moscas?
¿Por qué la lengua es el castigo del cuerpo?
¿Por qué a las pistolas que matan seres humanos les ponen un silenciador?
¿Por qué al de la mañana le dicen el mudito o el callaíto?
¿Por qué el inmenso Shakespeare se arrodilló al decir: «Es mejor ser rey del silencio que esclavo de tus palabras»?
¿Sería eso un tapaboca?
¿Oculta el silencio una realidad?
¿Y qué querrá decir Paul Simon con su canción El sonido del silencio?
Laboratorios van y vienen buscando su ADN y todos callan para dejar que uno tenga que oír a un rey de barro gritar: «¿Por qué no te callas?».
Es tan fuerte que los mandatos como estos no cesan.
Silencio, zona de hospital.
Silencio, el niño está durmiendo.
Silencio, los vecinos te pueden oír.
Y como destino de la vida, en una tarde silenciosa de invierno, encontré en tus encantadores labios el escandaloso silencio de la palabra: «No se lo digas a nadie».